lunes, 21 de enero de 2008

El tren seguía avanzando, parando 15 minutos en cada estación. Andaba muy mal.
Yo estaba sentada al lado de la ventanilla mirando para afuera, aquella ciudad llena de edificios, arboles y pájaros.
El cielo estaba turquesa, mezclado con un poco de azul y amarillo. La luna brillaba estridente, grande como las pupilas de tus ojos libres. Grande como cada instante en el que te siento cerca.
Arrancó el tren, dejando la ciudad atras e internandose en puentes y túneles. Desafiando al viento y a los arboles traviesos que crecen sobre su sendero
Pasaban las estaciones, y la luna me seguía mirando, como jugando un juego con mi atención. Estaba allí, llena de nubes que se tornasolaban en una gama azul de colores. Su brillo imponía respeto y ternura. No podía dejar de mirarla.
Empecé a cantar en voz muy baja, una canción que pasó por mi mente. Me hacía acordar muchas cosas.
Al final, uno se termina quedando solo con la música. Como yo ahora. Sentada en esta silla que me acompaña cada noche cuando escribo, y escucho a esa fiel compañera, que, aunque a veces cambie levemente, sigue siendo la misma. La misma que inspira cada idea que pasa por mi mente, la que presencia momentos y hace que sean únicos.
Y ahora, miro por otra ventana, pero la misma luna, jugando con las copas de los árboles. Y me imagino, toda aquella gente que la mira, y piensa cosas tan diferentes de ella.



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